Tropeando

Tropeaba una majada de ovejas negras, siempre de noche. Tenía una perrada también tiznada. Los cuzcos se llamaban Miedo, Vacío y Nuncamás. Pensaba que la luz era su pucho y la luna era su sol. La mirada era la del solitario que sólo conoce un color.
Se guiaba por las estrellas para dormir. Sabía que cuando la cruz llegaba a cierto punto, se aproximaba la parte misteriosa del día, que según le había contado su antecesor, era inabarcable y encandilaba hasta la locura. Era un viejo que decía que había conocido esa parte infernal. Había elegido huir para siempre de ahí. El mentor cantaba en versos interminables con vida propia, en que hablaba de los misterios del mundo y cimentaba la moral. Sin explicarlos, sin decir jamás que era ciego.

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