Sin título

Salgo del apartamento. La puerta se cierra y voy camino al ascensor. Llamo pero parece estar trancado en uno de los pisos de abajo. No tengo mucha paciencia por lo que inmediatamente estoy en la vereda; en los ascensores nunca se me ocurre nada interesante o lo que se me ocurre ya se le ocurrió antes a otros.

Todos los soles del año se juntaron en mi cuadra y detesto el sol. Casi no veo. Salgo caminando tras mi sombra como único recurso para no perderme. Me paro en el quiosco de la esquina a leer los titulares de los diarios. Nada me aburre más que la realidad.

Sigo tras mi sombra hasta el próximo quiosco a comprar un paquete de pastillas de menta y de paso compro un cuaderno de hojas lisas. Sigo andando y leo las noticias en mi cuaderno, siempre mejores que la de los diarios. Me distraigo en la entrevista a un escritor que admiro, Miguel de Cervantes, y me paso de la casa de Verónica. Por suerte mi ciudad, al menos hacia este lado, termina a pocas cuadras de su jardín. La entrevista se me desintegra al darme contra el muro de mi desconocimiento. Más allá sólo puede existir la realidad, siempre incomprensible.

Vuelvo. Reacomodo las letras sobre mi diario pero no lo hago bien. Cervantes habla del último partido clásico y ya no entiendo. Por suerte en este momento instalan un tacho de basura en la esquina y ahí van a parar estos papeles que ya se estaban pareciendo demasiado al mundo.

***

Ella me espera sentada en el muro de su casa. Juega con su gata negra. Llego, me besa. Como en un tic nervioso me muestra una teta y sigue el saludo, como si nada. De la gata ni rastros, la vi cuando estaba a unos veinte metros pero cuando estuve cerca ya no existía; parecía no haber existido nunca. Me toma de la mano y salimos a caminar. Su vestido flota en el viento. Flotamos en el viento. Descendemos hasta una heladería, pedimos dos cervezas y nos vamos. Nunca pagamos. Despegamos.

Empinamos las botellas que nunca terminan de vaciarse. Ella me cuenta sus peripecias laborales que llegan a mi cerebro como analices de obras de teatro, literatura, música. Nunca logré mejor comunicación con nadie más. Cuándo habla del futuro de la pareja me hace mucho bien; la veo feliz con un señor alto y bien vestido que vuelve a casa en un auto veloz, cargado de regalos para los niños.

Seguimos andando, siempre tras la sombra. Su mejor amiga ya no lo es. Ella le confesó haber soñado conmigo. Pero era un sueño borroso, falto de detalles. Despejé las nieblas de la historia y ella decidió perdonar a su amiga. No puede estar enojada con alguien que me haya hecho pasar tan bien.

***

Una gaviota nos reclama junto al mar. Allí vamos. Ella se sienta con la espalda apoyada al muro de la rambla y yo con mi cabeza apoyada en su regazo. Cierro los ojos, no tengo ganas de verle la cara. Pienso en su amiga. Ella habla de la belleza del mar, de la energía, cargas, descargas, pequeño, inmenso, Dios, paz, furia, naturaleza; y me suelta el humo de tabaco en la cara y me arranca de los brazos de su amiga y vuelvo y ya quiero irme.

El lugar ideal, la novia casi ideal: una santa que fuma tabaco Cerrito. Puedo verla en su pedestal ciudadano: su monumento en medio del cemento; su imagen sentada en el suelo, piernas cruzadas, el morral en el piso, el pucho en la boca. La heroína de una generación, de una tribu. Pero me suelta el humo de su tabaco en la cara y me arranca y ya quiero irme.

El humo es demasiado real para mí. Si tuviera que representar el mundo actual con una imagen sería humo. Humo de tabaco. Humo que sale desde el interior de las personas. Sólo humo.

***

Me fui. Sin despedirme me fui. Me subí a una de sus volutas de humo y me fui. Si, de una sola partida me fui tres veces. Hoy es viernes y ya sabe que no me verá hasta el lunes.

***

Los viajes en las volutas de humo duran poco rato, no son muy consistentes; al menos las de su humo, hay otras que duran más. Se desarma y me desarmo contra el suelo. Si no fuera por el pasto habría sido peor. Me gusta el lugar donde caí. Pasto, un buen árbol donde apoyar la espalda y una ciudad por leer.

***

Un auto corre lengua afuera tras el perro del cartel de la recompensa de la columna de la otra cuadra. Perro idiota se asusta en la esquina y se frena y desaparece bajo la rueda derecha del perseguidor; sin grito, sin aullido.

Del caño de escape del auto salen cientos de mariposas de un solo color. Como una maravillosa nube azul vienen y van. Mariposas recién nacidas necesitan algo de realidad, una flor cualquiera, vienen y van. Se elevan. Se resignan. No hay flores. Desaparecen en el mantel de una vieja que salió a la vereda a sacudir las migas de la merienda y se van, dobladas en cuatro, a esperar la cena.

***

El sol cae en picada y se destroza entre los edificios.

En lo alto un rectángulo de luz dibuja una silueta obesa que decide desinflarse y se arroja desde su infierno. Desaparece. Se lo olvida antes de llegar al suelo. Ya nadie lo llora. Cantinflas lo barre mientras silba una alegre canción mexicana.

En el mismo edificio un hombre llega cansado y sucio. Su mujer en la cama con una amiga; no sabe si enojarse, alegrarse, bañarse o quedarse como está y entrar en el juego.

Un ruido muy molesto me distrae. Una abeja enorme viene lejos. Una abeja gigante montada por un sujeto de aspecto chistoso. De cerca el sujeto se parece más a una mosca, una mosca montando una abeja. Como un reflejo mi mano tira de una piola que atraviesa la calle y la abeja se libra de su monta. El inspector de tránsito que esperaba en la esquina detiene el vehículo y lo multa, esta totalmente prohibido que las motos circulen sin conductor.

***

A lo casi lejos, media cuadra, una procesión. Dos diminutas filas, rosado y celeste. A la cabeza una mujer gorda y retacona de túnica blanca. Al final una pequeñísima pareja, rosado y celeste, en cuchicheo constante tomados de la mano. Él, pelo muy corto y ella, dos largas trenzas. Esperan que el semáforo les de paso. La gorda ordena andar ligero y mantener filas, atraviesan la calle y la pareja crece unos centímetros, se nota sólo apenas en el cambio de sus cortes de pelo; sus manos no se sueltan. La procesión continúa su paso casi militar. Entran al museo con caras largas, todos salvo la pequeña pareja que aún no se enteró de a dónde están ingresando y quizás nunca se entere.

Salen. En algunos rostros se nota un cambio, hay quienes se sorprendieron y divirtieron dentro del museo y quienes apenas coordinan el caminar con el bostezar. Sin soltarse de la mano la parejita del final ya dejó sus colores rosa y celeste y los cambiaron por la túnica blanca. Salen y avanzan hacia la derecha. El cine ofrece una función de dibujos animados. Las filas se desordenan salvo los salvados del final, siempre de la mano.

Salida. La gorda intenta ordenar el alboroto. Celestes a la izquierda, rosadas a la derecha. Nada dice de los liceales del final, los de las manos, los del cuchicheo constante.

Antes de llegar a la esquina los espera un señor regordete, de anteojos culo de botella, de cara babeante ante las enormes tetas de la gorda retacona. Tartamudea la historia del busto que da nombre a la calle que transitan. El héroe nacional ha dado sus frutos y el regordete tendrá por fin su aventura con una maestra. Al final de la fila el joven rasta suelta un instante la mano de su compañera para armar un tabaco.

En la otra esquina desfile por fecha patria. Pabellones nacionales abren paso a representaciones de tiempos gauchos. El héroe del busto se multiplica por cientos y cabalga calles sin adoquines, sus gauchos apuntan lanzas al sol de primavera. El señor regordete y la gorda retacona se desentienden de los infantes y aplauden excitados. Al final de la fila un hombre joven con un celular en cada mano mantiene conversaciones de negocios. Su mujer sostiene un niño en cada brazo.

Termina el desfile. La procesión cruza la calle. La gorda y el regordete abren filas, la mujer con los dos niños en los brazos la cierra. El hombre de los celulares da la vuelta y discute con el cielo. Pasa a mi lado. Me ve sentado junto al árbol y da un rodeo. Arroja uno de los celulares al piso que rebota y cae transformado en un autito que una niña de largas trenzas recoge y regala a su compañerito que no le suelta la mano. Cierro los ojos, espero que el cuchicheo constante se aleje lo suficiente; no quiero continuar la historia…



Ernesto Petrini

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