Hay que leer

“El profugo”, de Alfonso Larrea

Esta novela a la que el lector se asoma, “El prófugo”, fue merecedora de una de las menciones de honor del XVI Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la Banda Oriental”, 2008, convocado, como todos los años, por Ediciones de la Banda Oriental, la Fundación Lolita Rubial y la Intendencia Municipal de Lavalleja, y que tuvo como jurado a Milton Fornaro, Rosario Peyrou y Soledad Platero. Su autor, Alfonso Larrea, es un joven escritor nacido en Montevideo en 1980 y radicado desde su infancia en Punta del Este. Cursó la licenciatura en Comunicación social en la Universidad Católica del Uruguay. Se desempeña actualmente como periodista y, cuando se lo permite también el tiempo y la actividad, como caricaturista.
“El prófugo” en realidad está conformada por dos relatos que se entrecruzan y que le presentan al lector una calculada perspectiva discontinua. Uno de ellos es el que da título a la novela, el otro es “La máscara de madera”. Esta modalidad del relato, que podríamos entender como una “dislocación”, un recurso mediante el cual se alejan los márgenes de lo que se quiere contar para dar cabida a un número mayor de situaciones que, al final, apuntan a una problematización o a un compromiso mayor de la lectura que se realice, es un recurso que aparece bien llevado en esta obra de Larrea. De Hecho, si se observa el seudónimo con el que Larrea se presentó al certamen, pueden corroborarse ciertas filiaciones narrativas. El original presentado estaba firmado por un tal “Miguel Coddo”, que es precisamente el protagonista del cuento “Hay gente que sequivoca”, de Jorge Onetti. De ahí a Juan Carlos Onetti… Alfonso Larrea es un gran lector de la obra onettiana y de toda la literatura que ha provocado y aquella a la que ha convocado. La dislocación de “El prófugo”, ese interés por nartrar desde distintos lugares (pero, como verá el lector, también desde distintas modalidades y temporalidades), recuerda, en el recurso de procedimientos, a “El astillero”, de Juan Carlos Onetti y, yendo de este autor a posibles fuentes, a “Las palmeras salvajes” de William Faulkner (obra dividida entre los relatos “Las palmeras salvajes” y “El viejo”). Regresando a “El prófugo”, cabe señalar que el recurso se realiza desde una continua entrada y salida del mundo narrado. Entre “El prófugo”, cuyo narrador es externo, y “La mascara de madera”, de narrador interno, el lector queda atrapado de inmediato por la dosificación de la información acerca de los acontecimientos que sacuden de la modorra a los moradores del pueblo del interior que es el escenario de la obra.
Ese pueblo es un pueblo del interior innominado ante la oposición de la capital, que se llama Montevideo. Eso le da un carácter genérico que apunta a reforzar la decadencia que luego se observará en las conductas y los pensamientos de los personajes, en los espacios por los que transitan, etc. No es una decadencia definida en un determinado espacio o tiempo, es algo que se derrama y tiene un alcance mayor, desde luego. La novela comienza con la llegada al pueblo de un hombre extraño. Tiene una cicatriz muy pronunciada en el rostro, usa lentes de sol y un sombrero. Con los días, la presencia del forastero en una casa alquilada en la que, según ha dicho, se dedicará a escribir, alterará el orden de la vida pueblerina o, mejor dicho, hará visible la agitación que ha estado agazapada en el transcurrir monótono de los días hasta llegar en el final del relato a un desenlace que, más allá de “cerrar la trama”, sorprende e interpela al lector. Es que es sabido: nada mejor para que el pueblo se “exprese” que la entrada en él de un elemento extraño. El forastero, ese personaje llegado muchas veces, como en Onetti y en la narrativa del sur de Estados Unidos, de un sitio impreciso del mundo y la vida, es el elemento que detona el relato. Un hombre que nunca se saca los anteojos de sol, ni de día ni de noche, aun cuando aduzca fotofobia, es una cosa perturbadora. Esa perturbación se instala en la narración y se continúa en “La máscara de madera”. Tanto el forastero como López, el narrador y protagonista de “La máscara de madera”, son seres que no encuentran acomodo en la vida, pero que, lejos de negarla, la presencian y hasta la añoran. El campo se deslizaba en el reflejo de sus anteojos de sol, dice el narrador en los primeros párrafos de “El prófugo” para referirse a la mirada del forastero atravesando la ventanilla del ómnibus. Esa es la sensación que queda cada vez que la perspectiva se acerca a este personaje: las cosas, los otros personajes, los acontecimientos, suceden ante él, resbalan lo mismo que esas imágenes sobre la superficie oscura, curva e inexpresiva de los anteojos. Algo similar ocurre en cierto modo con López, mientras observa hacia la calle desde el balcón de la redacción del diario del pueblo: […] esa mujer que pasa en bicicleta por la calle, una mujer casi hermosa, recién salida de la juventud, a quien ya siento que estoy queriendo, de un modo remoto pero profundo, como mera posibilidad de perfección y dicha, perfume que trae el viento, como mera promesa de un futuro menos monótono. Esa “mera posibilidad de perfección y dicha” es algo de lo que López sólo puede ser un espectador. Y de aquí vamos al tema de la mirada; porque lo que puede llegar a ser uno de los puntos de interés o de conflicto en esta novela es la distancia que hay entre aquello sobre lo que se posa la mirada (o el interés del sujeto) y el propio espectador. O planteado de otra manera: la sensación de que la distancia es siempre ilusoria, irreal, y lleva a la decepción. Las cosas, las posibilidades, la alegría o el bienestar parecen estar allí, aunque no hay que creérselo, porque los personajes, tanto el forastero como López, calculan o saben que allí no hay nada, o muy poco.
Pero el paralelismo se vuelve más interesante. Los anteojos del forastero vuelven inciertas las miradas, ocultan los ojos. Aparte de que hay en ese factor algo que no podemos llegar a conocer y que envuelve de misterio las páginas de este libro, eso nos lleva también al instante en que López contempla la máscara que está colgada en una de las paredes de su cuarto: […] la máscara que me mira, con sus ojos planos, vacíos, y a través de esas dos ranuras oscuras yo mismo me observo… Similar a lo que les sucede a los lugareños: los anteojos del forastero les devuelven sus propias imágenes, empequeñecidas, distorsionadas, no menos reales, y por eso insoportables.


Damián González Bertolino
Maldonado, setiembre de 2009

Alfonso Larrea
El prófugo
Ediciones de la Banda Oriental
117 pág.

1 comentario:

Pistófolo dijo...

Voy a tenerlo en cuenta.
Lindo, bien lindo el blog.