Y si las estrellas fueran más que alfileres de diamante sosteniendo el paño azul del cielo atardecido, y si los días fueran más que el mudo espacio que va de noche a noche, y si, y si. Nunca supe parar de preguntar, y, a pesar de haber visto tantos mundos, tantos años empezar y terminar como una piedra lanzada a ras del agua, me siguen faltando las respuestas. Se ensancha la bóveda estrellada sobre el suave azul del día que termina, y hoy aquí: en esta ciudad, con sus noches erizadas de milagros y sus orillas salpicadas de planetas, por donde camina una muchacha de piernas flacas y andar determinado. Sus estrechos pies sobre la arena. De pronto soy ese hombre que camina en dirección opuesta a la de ella, destinado a cruzársela en instantes: feliz mortal, si lo fuera. Me muevo con insospechada solvencia dentro de la liviana camisa y pantalones (aprendo rápido), observando las piernas desnudas que me trae el anochecer como un regalo. Porque así se visten las mujeres de estos tiempos: impune cuasidesnudez que aún a mí, transgresor y liberal, se me antoja un tanto obscena. Cuando pasa por mi lado, le dedico una mirada de franco interés y escasa inocencia desde esta cara prestada; pero algo hay que no he podido esconder tras este par de ojos anodinos, borrados por los vestigios de la tarde, y que la hace sobresaltarse, vacilar, apurar el paso hacia adelante. Tal vez tengo todavía las señas delatoras del ahogado, o han asomado brevemente mis facciones perdidas, de otro siglo, mi rostro tan penosamente imberbe. Se fue la muchacha. Imposible retenerla, tender la mano hacia la arruga en el tiempo donde aún sigue caminando por la orilla. Con mi cabeza entre el aire y el vacío. Imposible hacer un gesto que la detenga, preguntarle qué pasaría si las estrellas, y por otro lado, pensándolo bien, no me atrevo a decir nada: hace casi doscientos años que no hablo, y tengo miedo de mi voz. Además, aún siento los dedos del agua en la garganta. Esta ciudad como de leyenda hacia donde me han traído por casualidad los cirros en jirones, tiene edificios altos como gigantes bíblicos, y los balcones que se inclinan sobre el mar están hinchados de luz. Quisiera no haber muerto hace tanto. Mejor: quisiera estar vivo. Para seguir escribiendo palabras que queman los ojos al leerlas, que saltan al cuello como dientes, pero también para caminar una mañana de viento sobre estas baldosas tan firmes, sabiendo que están pegadas a la Tierra. Para ser uno de tantos que pasean perros o besan mujeres, felices y anónimos, sin que nadie los mire a medio camino entre la duda y el escalofrío. Para seguir haciendo las preguntas sin respuesta que siempre he hecho, preguntas que me llevaron a bordo de aquel frágil esquife en busca de algo de sol y algo de mar y algo de paz para mi fuego, aquella tarde en que volé sobre la espuma y sobre el miedo, volé sobre la muerte y sobre el mar, y me hundí al fin en el fragor de la tormenta.
Laura Chalar (publicado en el libro "por así decirlo", Artefato, 2005)
No hay comentarios:
Publicar un comentario